Wednesday, September 27, 2006

Si tan solo fuera un oficio

Los baños públicos son lugares como pocos tan sociales e íntimos a la vez. Se está con otros haciendo algo que se hace bien solito, y la frontera entre soledad y compañía tiene un régimen delicado y fluido como un chorrito finísimo.

Varias son las faunas características del baño público: el que mea largo rato, el que mira el techo cerrando los ojos, el que mientras espera avisa que “más de tres sacudones es paja”, el que para mear inclina el cuerpo adelante y se apoya con ambas manos en la pared, el que gime de liberación; pero la figura más asentada en la rica imaginería de los baños públicos es, indudablemente, el que silba.

El silbido, en el cubículo o el mingitorio (me remito al terreno masculino por motivos jurídicos), es en soledad. En rigor el acto mismo de silbar es eminentemente individual, salvo, creo, en la cancha. En ciertas pelis yankis (se me ocurren, como ejemplo, las de boy escauts) se muestra la excitación que produce en la gente entonar silbidos colectivamente, armar en conjunto una canción silbada. Siempre son escenas de algarabía, de gran emoción, porque silbar de a varios no es sólo poco frecuente: es casi una aventura.

Otro aventuramiento en lo desconocido con el silbido consiste en elaborar una melodía propia, y sus intentos generalmente son fallidos. Y en el baño -ese lugar íntimo donde se silba solo pero escuchan otros-, fallar melódicamente sería una vergüenza doble. Veamos. Silbar es la expresión sonora de las representaciones mentales de una música. Silbar implica pues la decisión de vincularse con esos casilleros activos de la mente individual, antes que con los extraños cohabitantes del biorsi. Como si los ocasionales vecinos no formaran parte de la situación de silbido, estereotipo del entretenimiento solitario.

Pero como ligazón con lo interior, silbar tiene una particularidad: se muestra. En el baño, donde rige la soledad en multitud, el silbido viene a realizar otra exposición de lo íntimo, esta vez innecesaria. Encima, atrae la atención, de manera que también lo otro íntimo que se hacía queda ya no sólo expuesto, sino llamando a gritos la atención.

Hay que tener los huevos bien puestos para llamar la atención más de lo estrictamente necesario en una desnudez pública. Porque silbar implica una confianza en lo propio, eso propio que se le anima a esa tierra visitada y avistada por todos, pero dominada por nadie, que es el baño público.

Wednesday, September 06, 2006

A veinte años de Oktubre







En estos días cumple veinte años Oktubre, el disco paradigmático de la banda paradigmática del rock argentino –la cultura juvenil por excelencia-, Patricio Rey y sus redonditos de ricota. Condensa la mística de la contracultura en dictadura y una veneración de la autogestión, con un juego estético –de fruto inconfundible- entre una guitarra, una gráfica, una literatura, una voz. Aquí, historia e hipótesis sobre un disco como pocos tan de culto y tan masivo.


1-

Sin la pompa agrícola que difundió el lema “granero del mundo”, el rock también ha sido una industria nacional de excelencia internacional, claramente la principal usina latinoamericana, gracias a su origen temprano y a lo amplio de su abanico estilístico. De la pujanza cultural de la clase media local, el rock fue la veta menos institucionalizada, y acaso por eso la que más excedió el destino de dicha clase. Además, el rock se constituyó como el espacio de sociabilización más propiamente juvenil, y, desde hace décadas, como paradigma de arte para generaciones jóvenes, ya no sólo aquí sino en gran parte de Occidente.

2-
Oktubre fue el segundo disco ricotero, grabado entre agosto y septiembre del 86, justo en la mitad de la historia del género en Argentina y nueve años después de la formación de la banda (una barbaridad, piénsese por ejemplo que entre el primer y el último álbum beatle pasaron ocho años). Esto habla, por un lado, de la intensidad que se producía en los recitales (tanta que sostenía y acicateaba el sentido del proyecto) y, acaso, de las condiciones de la contracultura artística en Dictadura.
La aparición de Oktubre quedaría en la historia como el fin de la etapa más neta de Los Redonditos como vanguardia del under y su condena a la grandeza interminable (a partir de allí todos los lugares fueron quedando chicos, incluso los dos River de 2000). Hoy, un movimiento constantemente actual lo reviste como clásico. ¿Hasta cuándo habrá recuerdo de Los Redondos? ¿Siglos?

3-
Si el rock viene siendo el paradigma artístico para varias generaciones jóvenes argentinas, vale considerar que en Patricio Rey, desde 1977, el rock articulaba una máquina compuesta por “una serie de amigos con distintas necesidades expresivas” (palabras de Solari). Conjugaba artes literarias (las letras, los monologuistas), “performances”, artes plásticas y gráficas, una adoración a la danza y un tipo disfrazado de sultán, obeso, gay, que repartía entre la feligresía sus recién cocinados redonditos de ricota. Un circo dionisíaco, que concentraba un conjunto de fuerzas libres – liberadas, por un ratito, de la represión estatal.
“En medio de la Dictadura, queríamos demostrar que había vida antes de la muerte”, explicó El Mufercho, otrora presentador de la banda, a la periodista Gloria Guerrero.
Cuando nacieron Los Redondos, si se quería vivir de un modo diferente al ofical, había que juntarse y esconderse. Cualquier espacio organizado por otras reglas (Solari hablaba del “principio ordenador del placer”) debía pasar desapercibido, ocultarse bajo tierra y hasta llenarse de misterio bajo el amparo de un personaje ficticio y mágicamente misterioso como Patricio Rey.

4-
La decisión de la banda de producir todos sus proyectos en forma independiente fue, poco a poco, transformándose en una llama que atiza incesantemente su popularidad.
Las primeras dos mil copias de Gulp (editado en 1985), por ejemplo, fueron distribuidas personalmente por Carmen Castro, La Negra Poli, manager, productora ejecutiva o “ingeniera psíquica” del grupo. Ella constituyó siempre el núcleo esencial de la banda junto a su marido guitarrista Skay Beilinson y el escritor y cantor Carlos Indio Solari, los dos autores de (prácticamente) todos los temas.
En la primavera democrática, con su rock que apuntaba a mente y cuerpo, Los Redonditos y eran la contracultura de culto, marginales popularizados de boca en boca, y con la presentación de Oktubre le hace un guiño nada menos que a la dicotomía política fundamental del gran mundo exterior.

5-
La tapa, realizada por el artista platense Rocambole (Ricardo Cohen, actual vicedecano de la facultad de Bellas Artes de la UNLP), parece inspirada en Berni y en Eisenstein teñida de dark. Y dentro del librito, la letra que reza “de regreso a Oktubre, sin un estandarte de mi parte te prefiero igual” se acompaña con un dibujo de la catedral de La Plata incendiada por las masas revolucionarias.
Los Redonditos y Oktubre logran condensar lo romántico de la resistencia a la represión totalitaria y las luchas contra la injusticia, con la épica de cambiar la vida ya, sin necesitar convencer a nadie, sin conquistar voluntades, sino haciendo una fiesta con espacio para otros; como si habitaran una rayita muy finita y muy delicada entre la fuga de la sociedad y la intervención de cambiar el mundo.
Ya en 1978 el Indio cantaba: “Que un sueño acabó, ya te dijeron, pero no que todos los sueñitos, no”. ¿Cómo no van a fascinar unos tipos que hacen su cielo aquí en la tierra y dejan las puertas abiertas?
Por esas puertas entrarían luego bandas, miles y miles de bandas de pibes que nada tenían que ver con la extracción sociocultural (artística) de los integrantes del grupo. Los Redondos tendrían la flexibilidad de recibir la futbolización del rock, el paso del público a la hinchada. La cultura del aguante encontró cobijo en la autoafirmación de independencia ricotera. Pero esto era, en 1986, impredecible.

6-
La gigantesca trascendencia de Oktubre debe mucho a lo consistente de su propuesta visual. Demás está decir que también se debe al efecto inexplicable que tiene la música en el ser humano, en este caso finos climas de guitarras (ritmos, contrapuntos, la textura palmaria de unos rasgueos, el idálogo entre dos guitarras), el complemento despresurizador y sentimental del saxo, esa voz desgarrada que logra poner todo todo todo en esas letras.
Porque en las palabras hay también mucho del arte que, vía Patricio Rey, animó la gloria de una secta bohemia primero y afirmó luego la voz de las masas desangeladas. Con una docena de citas del Indio viven estudiantes de filosofía y rateros enfierrados.
Ninguna obra argentina (ni latinoamericana) de letras de rock ha dado tanto que hablar como la del Carlos “Indio” Solari (1949), quien ya escribía antes de formar parte de ninguna banda, y además escribe por fuera de la música (hace añares redacta su novela El sueño americano). Las letras de Solari (todas a un googleo de distancia) despliegan una gran cultura que combina eruditas citas histórico-políticas, artísticas, enciclopédicas, con un fluido lenguaje mundano; imágenes muy claras con composiciones netamente poéticas.
“Encriptadas”, se objeta, pero las alusiones, las metáforas que se pierden en su forma y abandonan el referente, más que cerrarlas les dan carácter abierto, indeterminado. Al componerse de elementos bastante universales (prisión, fiebre, demonio, dios, naufragio, gloria, dolor, nada, esclavo, film, reloj, amor, son términos de Oktubre) pero organizados de modos inusuales, las letras quedan disponibles para recibir un sentido de la lectura. Es un obra fluida, acoplable a muchas situaciones, marcos referenciales, preocupaciones, lo cual ha de haber ayudado no poco a su éxito.
Con letras de las que nunca podía “entenderse del todo qué querían decir”, pero en las que siempre era evidente que algo se decía, Solari enturbie el referente pero hace más clara la intensidad del acto enunciativo puro, del hecho mismo de decir.


Publicado en Revista Debate, y en Nacion Apache