Sunday, February 08, 2009

Reseña de La novela luminosa, de Mario Levrero (Mondadori)





Toda esta reseña podría ser sucesión de elogios para el extraordinario y sanísimo libro póstumo del gran escritor uruguayo muerto en 2004. Tiene dos partes: La novela luminosa propiamente dicha, antecedida por el Diario de la beca, en referencia al dinero que la fundación Guggenheim dio al autor para que terminara aquella obra, comenzada dieciséis años antes. El diario dura un año y se morfa cuatrocientas cincuenta páginas; la luminosa, cien. En suma, es increíble. Su punto de partida es una apuesta, que es una pregunta, que es en un punto la ambición básica del arte: ¿pueden reponerse las experiencias epifánicas? ¿Puede reconstruirse aquel efecto trascendente de algunas situaciones, acontecimientos, relámpagos divinos que sockean la "existencia gris", cuando ese efecto se caracteriza precisamente por bastar su presencia para dejar clara su excepcionalidad?
Querer transmitir lo inefable: heroico esfuerzo de la parte más sana del alma, por compartir lo más especial que la vida le ha dado. Es un objetivo altísimo que se pone el autor, pero desde las antípodas del narcisismo: asume que uno nunca se conoce del todo, que uno no sabe cuánto puede y, ergo, hay que probar.


El libro tiene también “prefacio histórico” y epílogo, que agregan a la obra el testimonio del autor sobre la empresa creadora. Decía Jean-Luc Godard que todo el cine es documental, que cualquier escena de ficción registra la maravilla de un tipo haciendo de actor. Aquí, el libro es propiamente un experimento, y el modo en que el cuerpo es puesto en juego por el dispositivo de creación es también la obra.

Pero este es un experimento que no puede descansar en el ensayo y error cuantas veces quiera. En el primer mes del diario (que tiene sesenta páginas, dos por día, lo cual habla del gran trabajo de corrección declarado en el prefacio), el autor cuenta que le sacan fotos porque él quiere ver cómo le queda una barba crecida por pura desidia. Lo que encuentra, sin embargo, es que tiene todo el aspecto de ser “un viejo en las últimas”. A Levrero –pseudónimo de Mario Varlotta- le quedaban las últimas balas y no quiere dejar ninguna sin tirar; manda, en el descuento, al arquero a cabecear.


No es un libro para divertirse. Es muy entretenido, hermoso, y sumergirse en él es salir más grande, pero atravesando una textura a veces insoportable. Porque el camino de búsqueda de lo luminoso está adoquinado con todos los padecimientos, dificultades y rollos del autor, aunque escrito con elegancia, con la cristalinidad ya mostrada en el sublime El discurso vacío. Es conmovedor leer la punza amorosa con la que el tipo se escarba los nervios, el aguante con el que se investiga (que lo emparenta con el genio de Macedonio Fernández); lo odiás y lo amás. Sus trabas mentales de todo tipo, su dificultad crónica para levantarse temprano (“al menos al mediodía”), su adicción a la computadora (juego solitarios y pornografía), su minuciosa hipocondría, sus titubeos con la alimentación (le reconoce tanta importancia como Nietzsche), su extraño vínculo con la dama Chl, cosas así son las gestiones conflictivas cotidianas que dan cariz novelesco al diario. Lejos del modelo de escritor profesional, Levrero es un excéntrico, lo que se dice un personaje, por eso es pertinente para el género –parcialmente- autobiográfico.
Literatura y vida no pueden separarse en su mundo, una cosa moviliza inmediatamente la otra. La escritura es propiamente una operación de y para el cuerpo; de allí que La novela luminosa sea un gran tratado de salud, la epopeya de una conciencia que, conciente de la determinación que tienen en la vida tanto lo inconsciente como lo externo, explora milimétricamente cómo puede mejorarse, potenciarse, darse libertad.



[Publicada en Rolling Stone de enero]

Reseña de Madrid, de Daniel Krupa (ed Santiago Arcos).


En esta nouvelle al cuerpo le pasa de todo, pero como está contada en general con tono suave, con cierta distancia narrativa protectora, disimula los sobresaltos y permite que desfilen como si tal cosa eventos corporales no menos que tremendos. Es como si Krupa tomara de lo intolerable de las imágenes la sustancia que permite narrarlas –y leerlas- sin deshacerse psíquicamente. O como si la voz batuta del relato estuviera bajo efecto de alguna de las pastillas de droga psiquiátrica que Madrid, el protagonista, empieza a tomar encerrado en el manicomio provincial, donde permanece un par de meses, suficientes para incendiar un ombú y arrojar a una gorda que apoda Hereford contra un ventanal (“...zamarreándola como si las venas de sus brazos fueran cables de luz en pleno cortocircuito...”). Sale cuando su suegra le levanta la denuncia -en absoluto falsa sino porque lo perdona- por haber copulado con su hija recién muerta, o, si se prefiere, con el cadáver de su hija (mujer de él), acontecimiento sexual ilícito con que abre la novela (punto en que se toca con Era el cielo, se Sergio Bizzio).
¿Cuándo el cuerpo deja de ser propiedad de la especie para comenzar a desagregarse sus partes en un retorno al todo físico del cosmos? Sobre ese borde en que la materia orgánica de la que estamos hechos deja de estar organizada por “lo humano”, trabaja esta novela, chisporroteada por humor sardónico y apoltronado: cuenta con calma su historia de trasfondo desesperado.
También el rock aparece fatídicamente, desde el cristal que ve pérdida y muerte agazapada por doquier (cristal con una sola fisura en la figura mágica de una mujer embarazada): la muerta cogida tiene a Kurt Cobain en la remera; el necrófilo, en brillante escena, cuando es apurado por la policía se arroja por la ventana; luego sueña que está con ella en un recital de estadio y no puede evitar que muera asfixiada bajo el plástico que protege al pasto.
Aquella distancia de la narración (en parte afín a Ida, última novela de su congénere Oliverio Coelho) es la propia del relato de un personaje en el que, cuando empieza la historia, la catástrofe ya sucedió. Luego, cuando encuentra que le surgen mínimos entusiasmos creativos, los contempla con la misma extrañeza que el exabrupto necrofílico, como si el deseo en general gozara independencia del sujeto.
[Publicada en Rolling Stone de enero]